INAUGURACIÓN 15 DE JULIO 2010 20:30 H.
ZORAN MUSIC
NOUS NE SOMMES PAS LES DERNIERS (NO SOMOS LOS ÚLTIMOS)
Éditions Lacouriere et Frélaut. Paris 1975-1991
Todavía hoy los ojos de los moribundos me acompañan, cientos de resplandores que herían y que me seguían mientras que me abría camino pasando por encima de los cuerpos: ojos brillantes que, en silencio, invocaban el auxilio de quien aún podía andar. Eran las últimas semanas en el campo y estos agonizantes, los supervivientes de una larga marcha a pie desde otros campos lejanos evacuados: aquellos a los que habían arrastrado hasta allí y que no se habían caído definitivamente al borde del camino. Hacia la tarde, los que se morían y los que ya daban por muertos eran apilados como troncos, como para una hoguera, casi como una torreta. Pequeña torre alucinante que se removía, que parecía que crujía, pero esos crujidos no eran quizá más que los últimos gemidos. Por la noche una nieve fina empezó a caer –estábamos en marzo–; al día siguiente, la torreta ya no se movía.
Vivíamos en un mundo fuera de todo lo que uno pueda imaginarse. Un mundo absurdo, alucinante, irreal. Probablemente en otro planeta. Con reglas extrañas, un orden preciso, cruel, al límite de lo creíble. Todo poseedor del más mínimo poder, por muy pequeño que fuese, podía aplastarte como un gusano. Y tú aceptabas esta realidad como si no hubiese ningún otro orden posible. Llegabas incluso a temer al mundo exterior –el que encontrábamos justo fuera del campo– todavía más hostil: nos dábamos cuenta de ello nada más que veíamos a los que, capturados, estaban de vuelta. Yo no pensaba ya con los pensamientos de la vida ordinaria. En una espera apática, vivía en un paisaje de muertos y de moribundos. En cuarentena durante el día, no podíamos permanecer en el interior: chapoteábamos en el barro, abandonados al frío… Por todas partes, cadáveres amontonados. A mediodía, la sopa y un esqueleto todavía de pie, apretando su escudilla entre sus manos, busca alrededor de él un rincón donde tragarse su sopa. Divisa una plaza libre, sobre la cabeza de un cadáver, y se pone allí a absorber el líquido, no muy nutritivo pero al menos caliente. Ninguna preocupación por el lugar donde se ha sentando, donde coloca su mendrugo de pan hecho de serrín y de boniatos. Adosados al muro, pegados como ovejas, el uno con el otro, con el fin de tener un poco más de calor, nos balanceábamos a un ritmo lento: un movimiento a la izquierda, un movimiento a la derecha, murmurando al compás un estribillo triste y monótono.
Al despertar cuentas los muertos alrededor de ti: uno… dos… tres… debajo… de lado… En la sala en donde nos lavábamos, otros cadáveres apilados a lo largo de la pared, puesto que es imposible quemarlos enseguida. Durante el invierno, muy tiesos, como congelados, se hacen compañía. Una capa de cabezas por delante, y por encima, una capa de piernas que sobresalen.
Mi pensamiento trabaja, obra de una manera nueva. Ya casi no queda el más mínimo lugar para alguna lógica. Ningún sentimiento de piedad respecto a esos muertos. Ya no son más que objetos, mañana nosotros estaremos en su lugar.
Esta cohabitación con ellos desdramatiza el contacto, todo se convierte en normal. Una vida de todos los días, donde, como en una niebla, se mueven sombras y fantasmas. Yo actúo lo mismo que un sonámbulo, que un esclavo, que un autómata, aceptando este teatro irreal, este absurdo total, como una cosa en adelante ineluctable.
El espíritu está sumergido en brumas; si, al pasar lista, te colocan a la izquierda o a la derecha, –de un lado los hornos crematorios, del otro algunos días o algunas semanas de aplazamiento, ni siquiera te das cuenta ya si te encuentras a izquierda o a derecha– pues nada te importa ya…
Empiezo tímidamente a dibujar. El medio, quizás, de salir adelante. En este peligro, tendría tal vez una razón para resistir. Intento al principio a escondidas en el distribuidor de mi torno, cosas vistas cuando recorría el camino yendo a la fábrica: la llegada de un convoy, el vagón de ganado entreabierto y los cadáveres que sobresalen. El viaje ha durado un mes, quizá más, sin alimentos, sin bebida, todo herméticamente cerrado. Algunos supervivientes que se han vuelto locos dan alaridos, los ojos desorbitados. Todo esto, entre tufos indescriptibles de podredumbre y de suciedad.
Más tarde dibujo incluso en el campo. Los días pasan… y aquí estoy de pronto atrapado por un increíble frenesí por dibujar. En las últimas semanas del campo, el peligro de ser descubierto ha disminuido un poco. He conseguido encontrar en la fábrica papel y tinta.
Dibujo como en trance, agarrándome mórbidamente a mis trozos de papel. Estaba como cegado por el tamaño alucinante de estos campos de cadáveres.
De lejos, aparecían como placas de nieve blanca, reflejos de plata sobre las montañas, o también semejantes a una bandada de gaviotas blancas posadas en la laguna, frente al fondo negro de la tempestad mar adentro. Según iba dibujando, me agarraba a mil detalles. Qué trágica elegancia en estos cuerpos frágiles. Detalles tan precisos; estas manos, esos dedos delgados, los pies, las bocas entreabiertas, en el intento extremo de atrapar todavía un poco de aire. Y los huesos recubiertos de una piel blanca, apenas un poco azulada.
Y la obsesión por no traicionar en absoluto estas formas empequeñecidas, de llegar a restituirlas tan preciosas como yo las veía, reducidas a lo esencial. Como machacado por no sé qué fiebre, en la necesidad irresistible de dibujar a fin de que esta belleza grandiosa y trágica no se me escape. Cada día, seguía con vida sólo para ese día, –mañana será demasiado tarde–. La vida, la muerte, para mí todo dependía de estas hojas de papel. ¿Pero estos dibujos, se verán alguna vez? ¿Podré mostrarlos? ¿Saldré vivo de aquí? Sabíamos que se había decidido aniquilar este campo, y a nosotros dentro, con las municiones incendiarias, a partir de la retirada de nuestros SS.
Y yo me preguntaba: ¿por qué estoy aquí? ¿Esto tiene un sentido, un fin, haberme hecho vivir todo esto? ¿Este universo del sinsentido sería un purgatorio? ¿Y va a llevarme a descubrir la verdad? Reducido yo mismo a lo esencial, ¿acabaré captando hasta qué punto era vano todo lo que había vivido hasta ahora?
He aprendido a ver las cosas de otra forma. En mi pintura incluso, más tarde, no es que todo haya cambiado radicalmente. No es en absoluto mi reacción contra el horror lo que me ha hecho redescubrir la felicidad de la infancia. Caballitos, paisajes de Dalmacia, mujeres de Dalmacia, ellos estaban allí mucho antes. Sólo que, después, me ha sido posible verlos de otra forma. Después de la visión de estos cadáveres despojados de toda marca exterior, de todo lo superfluo, liberados de la máscara de la hipocresía y de la distinciones de las que se adornan los hombres y la sociedad, creo haber descubierto la verdad, la terrible y trágica verdad, que se me permitió alcanzar. Los paisajes dálmatas han vuelto, pero han perdido todo lo que sobraba en ellos así como lo frívolo. A ellos se han añadido los paisajes alrededor de Siena, –y son muchos cadáveres desnudos, atormentados por las inclemencias del tiempo–.
Pero, aunque sólo fuera para mi pintura, me hacía falta esta gran lección.
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